La sobrecarga informativa no es un hecho nuevo en el viejo continente.
Como subrayan muchos historiadores y mediólogos, los textos donde se lamentan los efectos nefastos – y también, en una discordancia de opiniones que no difiere mucho de la actual, las consecuencias positivas – de la disponibilidad de información en gran cantidad resalen a la antigüedad griega y romana. Entonces eran consideraciones raras, reflexiones casi casuales, insertadas en obras que trataban otros temas.
El primer gran debate sobre el exceso de información se produjo en el Renacimiento, cuando la invención de la imprenta hizo que los libros empezaran a publicarse en gran cantidad, a difundirse por toda Europa y a bajar tanto de precio hasta llegar a clases sociales que nunca habían podido permitirse la adquisición de una obra escrita antes.
Frente a esta invasión de textos, muchos intelectuales escribieron páginas y páginas deplorando no sólo la calidad de las obras que se imprimían sino también y sobre todo la gran cantidad de libros en circulación. En efecto, a causa del ingente número de volúmenes nuevos que se publicaban cada año, los humanistas se habían convertido de autenticas guías de la cultura a senderistas perdidos en un paisaje inmenso, que les causaba una sensación de vértigo, impotencia y desorientación.
Como subrayan muchos historiadores y mediólogos, los textos donde se lamentan los efectos nefastos – y también, en una discordancia de opiniones que no difiere mucho de la actual, las consecuencias positivas – de la disponibilidad de información en gran cantidad resalen a la antigüedad griega y romana. Entonces eran consideraciones raras, reflexiones casi casuales, insertadas en obras que trataban otros temas.
El primer gran debate sobre el exceso de información se produjo en el Renacimiento, cuando la invención de la imprenta hizo que los libros empezaran a publicarse en gran cantidad, a difundirse por toda Europa y a bajar tanto de precio hasta llegar a clases sociales que nunca habían podido permitirse la adquisición de una obra escrita antes.
Frente a esta invasión de textos, muchos intelectuales escribieron páginas y páginas deplorando no sólo la calidad de las obras que se imprimían sino también y sobre todo la gran cantidad de libros en circulación. En efecto, a causa del ingente número de volúmenes nuevos que se publicaban cada año, los humanistas se habían convertido de autenticas guías de la cultura a senderistas perdidos en un paisaje inmenso, que les causaba una sensación de vértigo, impotencia y desorientación.
Lentamente – gracias a la escolarización y a la mejora de la calidad de la vida – estos sentimientos han dejado de ser un privilegio de los intelectuales y han llegado a ser compartidos por casi toda la sociedad occidental.
¿A quién no le ha pasado al menos una vez en la vida de entrar en una biblioteca y sentirse desorientados pensando en la enorme cantidad de libros que nunca llegaremos a abrir o de cuya existencia no nos percataremos? Pero si en la misma biblioteca entramos para buscar un libro en concreto, inmediatamente nos dirigimos a los ficheros. Allí radica un filtro valioso contra la sobrecarga informativa de todos estos textos reunidos en un único lugar, capaz de guiarnos casi infaliblemente hasta el pasillo y estante donde se encuentra el volumen que necesitamos. Después de 500 años de impresión, nosotros tenemos las guías y los filtros que nos permiten sobrevivir a la sobrecarga informativa que representan los miles y miles de libros que han sido publicados desde el Renacimiento hasta ahora.
Obviamente los ficheros (físicos o digitales) no son los únicos mentores y filtros que tenemos.
La estructura misma de los textos ha evolucionado durante los siglos hasta convertirse en una guía poderosa, donde los índices y las bibliografías funcionan como organizadores del contenido y nos permiten prescindir rápidamente de un texto que no nos interesa.
Sin embargo son las editoriales y los editores las primeras y más potentes membranas que nos protegen de una invasión de información escrita: ellos ejercen un control a la fuente, evalúan el material, lo estructuran, y sobre todo no lo publican a menos que no cumpla con algunos criterios de relevancia y calidad.
A continuación tenemos las librerías y los libreros (o las bibliotecas y los bibliotecarios), que reputamos expertos en materia de editoriales y publicaciones, y por eso nos dirigimos a ellos cuando necesitamos una opinión sobre un libro cuya calidad no sabemos evaluar solos.
Al contrario, si somos expertos en una determinada área, nos es suficiente una ojeada rápida a un texto para saber si se trata de un libro que puede contener información que calificamos como valiosa, porque el autor, la editorial, el índice, la bibliografía y hasta la apariencia gráfica son signos que sabemos interpretar prontamente.
Por fin tenemos las universidades y otras instituciones que certifican la competencia y la calidad de las susodichas guías. Ellas son las autoridades últimas en las que más o menos plenamente y conscientemente confiamos, porque son ellas que proporcionan a las editoriales expertos y estándares para evaluar cualquier contenido, que confieren a un apasionado de literatura la calificación de editor, que producen elites intelectuales que mejoran o renuevan los filtros, en suma que fundan y garantizan el funcionamiento de la mayor parte de nuestro sistema de filtración de contenido impreso.
Toda esta estructura de filtros y guías no vale para la información que se puede encontrar en internet. Por eso la sobrecarga informativa de los años dosmil nos parece un hecho nuevo, porque (aún) no tenemos unas guías que nos inspiren suficiente confianza como para dejarnos conducir por ellas en este panorama siniestro, familiar y desconocido a la vez.
Como subraya Clay Shirky, los filtros “a la fuente” tienden a desaparecer porque los costes para publicar y difundir la información en internet son muy bajos - en términos monetarios y de tiempo.
En efecto, el trabajo de las editoriales tenía también un valor económico, porque evitaba que se publicaran libros que, por el hecho de no ser comprados, ocasionaban una diminución del capital de la empresa. Hoy al contrario los gastos para divulgar contenidos en internet son mínimos y no constituyen un impedimento real para la difusión de material trivial.
Por otra parte el impulso a comunicar que advertimos en cuanto seres humanos se puede satisfacer hoy en pocos minutos a través de los social medias, cuyos mecanismos de publicación muy rápidos – apretar un botón – no estimulan la revisión del contenido, la autofiltración.
Los filtros institucionales clásicos también han perdido su fuerza con la llegada de internet. Las universidades no son las guías de referencias y las autoridades últimas en este entorno, donde en cambio parece que los usuarios prefieran otorgar confianza a los motores de búsqueda de contenidos y a otros programas de filtración, que se fundamentan en algoritmos que los internautas no conocen absolutamente.
De hecho podría no tratarse de una situación muy diferente de la que experimentamos en el caso del viejo mundo de la imprenta – ¿cuántas personas conocen los criterios que utilizan las universidades para certificar la competencia de los expertos en una determinada área? ¿estamos seguros de que son fiables? ¿no puede ser que las editoriales calificadas como mejores por las universidades sean las que defienden los criterios de las misma universidades hasta formar un lobby? etc. - pero sin duda nos sentimos menos capaces de controlar la calidad de los filtros cuando sabemos que su comportamiento no está guiado por ningún tipo de emoción ni razonamiento humano, cuando no sabemos como interpretarlo.
Acerca de este vacío de filtros no se puede no compartir la opinión de Evgeny Morozov, que defiende la idea de que las soluciones a la sobrecarga informativa deben ser objeto de un debate público, en el que – entre otras cosas – se sometan a juicio las autoridades que actualmente se están consolidando y las soluciones que ellas proporcionan (o venden) para solucionar un problema que por otra parte contribuyen a crear.
El consumidor de información por otro lado sigue teniendo a su alcance unos filtros valiosos.
Aunque estemos en una situación de vacío de autoridades reconocidas no nos faltan los criterios para evaluar una información, que de hecho no han cambiado mucho en los últimos siglos. Una información trivial, no original, desprovista de fuentes, anónima, poco clara sigue siendo una mala información y al contrario nos proporciona un testimonio muy útil sobre la calidad del lugar virtual donde se encuentra.
Esperando que se creen colectivamente nuevos filtros fiables creo que nos corresponde a nosotros adoptar una ética de la buena información. En mi opinión ésta se rige sobre algunas reglas claves como la de no conceder ninguna autoridad a filtros que no sabemos comprender, la de no producir y difundir mala información, la de recibir siempre cualquier información con espíritu crítico.
¿A quién no le ha pasado al menos una vez en la vida de entrar en una biblioteca y sentirse desorientados pensando en la enorme cantidad de libros que nunca llegaremos a abrir o de cuya existencia no nos percataremos? Pero si en la misma biblioteca entramos para buscar un libro en concreto, inmediatamente nos dirigimos a los ficheros. Allí radica un filtro valioso contra la sobrecarga informativa de todos estos textos reunidos en un único lugar, capaz de guiarnos casi infaliblemente hasta el pasillo y estante donde se encuentra el volumen que necesitamos. Después de 500 años de impresión, nosotros tenemos las guías y los filtros que nos permiten sobrevivir a la sobrecarga informativa que representan los miles y miles de libros que han sido publicados desde el Renacimiento hasta ahora.
Obviamente los ficheros (físicos o digitales) no son los únicos mentores y filtros que tenemos.
La estructura misma de los textos ha evolucionado durante los siglos hasta convertirse en una guía poderosa, donde los índices y las bibliografías funcionan como organizadores del contenido y nos permiten prescindir rápidamente de un texto que no nos interesa.
Sin embargo son las editoriales y los editores las primeras y más potentes membranas que nos protegen de una invasión de información escrita: ellos ejercen un control a la fuente, evalúan el material, lo estructuran, y sobre todo no lo publican a menos que no cumpla con algunos criterios de relevancia y calidad.
A continuación tenemos las librerías y los libreros (o las bibliotecas y los bibliotecarios), que reputamos expertos en materia de editoriales y publicaciones, y por eso nos dirigimos a ellos cuando necesitamos una opinión sobre un libro cuya calidad no sabemos evaluar solos.
Al contrario, si somos expertos en una determinada área, nos es suficiente una ojeada rápida a un texto para saber si se trata de un libro que puede contener información que calificamos como valiosa, porque el autor, la editorial, el índice, la bibliografía y hasta la apariencia gráfica son signos que sabemos interpretar prontamente.
Por fin tenemos las universidades y otras instituciones que certifican la competencia y la calidad de las susodichas guías. Ellas son las autoridades últimas en las que más o menos plenamente y conscientemente confiamos, porque son ellas que proporcionan a las editoriales expertos y estándares para evaluar cualquier contenido, que confieren a un apasionado de literatura la calificación de editor, que producen elites intelectuales que mejoran o renuevan los filtros, en suma que fundan y garantizan el funcionamiento de la mayor parte de nuestro sistema de filtración de contenido impreso.
Toda esta estructura de filtros y guías no vale para la información que se puede encontrar en internet. Por eso la sobrecarga informativa de los años dosmil nos parece un hecho nuevo, porque (aún) no tenemos unas guías que nos inspiren suficiente confianza como para dejarnos conducir por ellas en este panorama siniestro, familiar y desconocido a la vez.
Como subraya Clay Shirky, los filtros “a la fuente” tienden a desaparecer porque los costes para publicar y difundir la información en internet son muy bajos - en términos monetarios y de tiempo.
En efecto, el trabajo de las editoriales tenía también un valor económico, porque evitaba que se publicaran libros que, por el hecho de no ser comprados, ocasionaban una diminución del capital de la empresa. Hoy al contrario los gastos para divulgar contenidos en internet son mínimos y no constituyen un impedimento real para la difusión de material trivial.
Por otra parte el impulso a comunicar que advertimos en cuanto seres humanos se puede satisfacer hoy en pocos minutos a través de los social medias, cuyos mecanismos de publicación muy rápidos – apretar un botón – no estimulan la revisión del contenido, la autofiltración.
Los filtros institucionales clásicos también han perdido su fuerza con la llegada de internet. Las universidades no son las guías de referencias y las autoridades últimas en este entorno, donde en cambio parece que los usuarios prefieran otorgar confianza a los motores de búsqueda de contenidos y a otros programas de filtración, que se fundamentan en algoritmos que los internautas no conocen absolutamente.
De hecho podría no tratarse de una situación muy diferente de la que experimentamos en el caso del viejo mundo de la imprenta – ¿cuántas personas conocen los criterios que utilizan las universidades para certificar la competencia de los expertos en una determinada área? ¿estamos seguros de que son fiables? ¿no puede ser que las editoriales calificadas como mejores por las universidades sean las que defienden los criterios de las misma universidades hasta formar un lobby? etc. - pero sin duda nos sentimos menos capaces de controlar la calidad de los filtros cuando sabemos que su comportamiento no está guiado por ningún tipo de emoción ni razonamiento humano, cuando no sabemos como interpretarlo.
Acerca de este vacío de filtros no se puede no compartir la opinión de Evgeny Morozov, que defiende la idea de que las soluciones a la sobrecarga informativa deben ser objeto de un debate público, en el que – entre otras cosas – se sometan a juicio las autoridades que actualmente se están consolidando y las soluciones que ellas proporcionan (o venden) para solucionar un problema que por otra parte contribuyen a crear.
El consumidor de información por otro lado sigue teniendo a su alcance unos filtros valiosos.
Aunque estemos en una situación de vacío de autoridades reconocidas no nos faltan los criterios para evaluar una información, que de hecho no han cambiado mucho en los últimos siglos. Una información trivial, no original, desprovista de fuentes, anónima, poco clara sigue siendo una mala información y al contrario nos proporciona un testimonio muy útil sobre la calidad del lugar virtual donde se encuentra.
Esperando que se creen colectivamente nuevos filtros fiables creo que nos corresponde a nosotros adoptar una ética de la buena información. En mi opinión ésta se rige sobre algunas reglas claves como la de no conceder ninguna autoridad a filtros que no sabemos comprender, la de no producir y difundir mala información, la de recibir siempre cualquier información con espíritu crítico.